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Nacionales

Todos los caminos conducen a Roma

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GGracias a John Padovani (Perú, 1951-Santo Domingo, 2021) conocí a su compatriota Mario Guevara Paredes, veinticuatro años atrás.

El mundo en 1997 era muy singular. Por entonces, yo andaba dando tumbos por Santo Domingo, en busca de raras historias para el vespertino La Nación.

Un día, la casualidad me llevó a una muestra poco común: “Los Cristos de Padovanni”. Eran cuadros con distintos estados de ánimo del hijo de Dios. Publiqué algo de aquella exposición y mi amistad con Padovani (emigrante también) no se ocultó. Ese peruano universal tenía madera creativa y una impronta para unir y hacer amigos.

Un día me mostró la Revista Andina de Cultura “Sieteculebras”. Su director y fundador, Mario Guevara Paredes, buscaba expandirla en el Caribe. Ya tenía diez años de creada.

Me ofrecí como un corresponsal en Santo Domingo. Acepté enviarle mis escritos y de otros autores dominicanos y lo demás fue cuestión de tiempo. Mis libros llegaban a sus manos y los suyos a las mías y también colaborábamos en su difusión.

“Sieteculebras” alumbraba con personalidad propia. No imploraba, ni pedía favores, ni servía de plataforma inmerecida. Cada nuevo número no perseguía a una fecha fija.

Nacía cuando su director reunía la publicidad necesaria para imprimirla. Con tiempo suficiente solicitaba colaboraciones de acuerdo a su amplia visión cultural, así como el valor de los textos que recibía. “Sieteculebras” hizo época. Siempre estuvo muy bien acompañada y la lectura de sus colaboraciones dibujada un rostro estético de trascendencia continental. Además de propietario, Guevara Paredes era un tesoro narrativo. Escribía una obra literaria con hitos. Una obra que en parte no solo fue llevada al cine por su compatriota César Galindo, sino que se paseó por América con fluidez y aceptación.

Explico todo esto porque he recibido un email inesperado. Mario me agradece mi devoción por su proyecto, pero me informa que ha desistido en la idea de su continuidad.

Para poder sacar a la luz el número 30 (en saludo al treinta aniversario de su creación), tuvo que invertir sus propios recursos. Con una dignidad intelectual fuera de lo común y poseedor de la misma identidad del César Vallejo que llegó a París con los bolsillos vacíos y el alma llena de metáforas entendibles solo para mentes brillantes, Guevara escribió un final digno para tiempos oscuros.

En su editorial se esbozan algunas causas angustiosas para las revistas culturales. Poco a poco han quedado al margen de la posmodernidad junto a muchos autores latinoamericanos valiosos cuyos escritos no se prestan al juego del poder.

A la mayoría de la clase política que hoy no le interesa la cultura, ni apoyar los pocos proyectos que quedan.

“Sieteculebras” se va con la frente en alto. Demostró que las revistas culturales no solo viven del dinero para ser impresas, sino de la ética.

Hace unos años, visité una ciudad dominicana emblemáticamente cultural. Las tertulias florecían desde edades tempranas.

Sus gestores idearon una modesta publicación con las obras creativas de un grupo de niños, muy adelantados a la época que les tocó vivir. Era lógico que el Senador de la provincia debía apoyar la precocidad de una veintena de infantes que en vez de merodear por las calles, se dedicaban a leer y a interpretar la obra literaria encargada por sus asesores. Pero la idea se esfumó. Aquel Senador expresó a las claras que el proyecto no le interesaba. La ínfima cantidad de dinero para imprimir los escritos infantiles no podía salir de sus bolsillos. Era dedicada a la compra de votos y conciencias para las próximas elecciones.

De todas formas, los asesores del taller lograron una recolecta y, aportando ingresos de sus propios bolsillos.

De esa forma, lograron que los niños, por primera vez, pudieran leer sus creaciones entintadas.

Tal vez hoy no exista un ejemplar de aquella humilde tirada porque el propósito no era la permanencia en el tiempo, sino el desafío de convertir en realidad un sueño infantil poco común.

“Sieteculebras” quedará como referencia y consulta que sobrevivirá entre los monumentos de la cultura Inca. Y a su forma, también lo hará la memoria aquellos infantes del campo dominicano (hoy ya jóvenes hechos y derechos) cuyo sueño original pudo ser posible a pesar de alguien cegado por su propio beneficio.

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