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Nacionales

Reminiscencias – Augusto, el zombie de hoy

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Marino Vinicio Castillo R.

Poco de re­miniscencia tiene ésto; es tan recien­te, como de veinte años, ayer si se quiere. Voy a evocar a un joven jardinero que no se ha extinguido; aunque só­lo queda una sombra, un zombie. Es la tragedia.

A Augusto lo conocí muy joven; me fue a ofrecer sus servicios porque “había sa­bido” que talaría el monte­cito en que se había conver­tido el lugar donde nacieran mi madre y mis tíos; era el fundo familiar que levan­taran mis bisabuelos en el año 1867, donde también murió la abuela.

Augusto era vivaz, no sé cómo se procuró algunas de esas informaciones; bri­llante y entretenido, ganó mi inmediata aprobación.

Era el año ´98. Se co­menzó a levantar una pe­queña iglesia en el lugar donde nacieran y vivie­ran mis mayores. Augusto desde el principio resultó el más simpático y espon­táneo. Sus amables ocu­rrencias, su tenacidad para las tareas, el trato de las co­sas que fue encontrando y la alegría con que lo hacía, fueron el asombro de todos.

Un día me esperó fuera de horario. Me dijo de al­go que había encontrado; era tanto su entusiasmo que le dije: “¡No me diga que es una botija!”. Sonrió y respondió: “No, otra cosa que yo sé le va a alegrar co­mo si eso fuera.”

Antes de revelar lo pro­metido: “¿En qué año mu­rió su abuela?” En el año 1907, respondí. “Venga a ver sus lirios”. Y, en efec­to, entre las malezas corta­das brotaban siete lirios del jardín que ella cultivaba. Reaparecían después de muchas décadas de abandono y olvido.

Mi madre, al cum­plír su último deseo de pasar por el vie­jo fundo, se dijo en voz baja: “¡Qué ruina! ¡Quién lo iba a decir, que pararía en ésto su jardín! “ En ese momento, a 10 me­ses de su muerte, tomé la decisión de recuperar ese lugar tan especial de la fa­milia; una especie de obe­diencia legataria, de obli­gado cumplimiento.

Augusto se erigió ese día en guardián de todo lo que reapareciera del jardín de la abuela.

Era un relieve de la ca­lidad humana de aquel muchacho jardinero pro­digioso.

Tenía cuatro hijos. Un día noté que no estaba: “No ha venido en semanas”, me dijo un compañero: “Doc­tor, vaya a ver si usted ha­ce algo. Augusto está per­dido. Lo engatuzaron con la jodía yerba esa y se pasó a la pesá´; cayó preso y la mujer se llevó los mucha­chos”. Al año volvió. ¡Oh Dios mío! ¡Qué ruina! Ape­nas pronunciaba palabras, ni coordinaba ideas; pare­cía delirar. Vive aún y me va a ver porque quiere ha­blar supuestamente “de los lirios de la abuela”.

Pienso que esa tragedia personal se repite en cien­tos de miles de jóvenes malogrados de tal forma. Creo que vale la pena lu­char porque nos han sem­brado de zombies como Augusto.

Aunque fueran vanos mis esfuerzos, él es mi re­cordatorio de esa tragedia nacional. Espero sólo de Dios el milagro de la salva­ción del pueblo de esa des­gracia inmensa.

Pues bien, Dios me oyó; ahora fui yo quien encon­tró un lirio de esperanza; un jovencito de cuarto año de bachillerato es quien lle­va a Augusto; es el hijo me­nor que no conocía, y me dice: “Abuelo acaba de mo­rir; mi madre logró termi­nar su licenciatura, mis tres hermanos son ya profesio­nales y gracias a ello lo te­nemos en una casita al la­do, pero ya usted sabe; vacío para siempre. Des­pués del desastre la familia de mamá nos apoyó y ya usted ve”. Me emocioné y pensé: ¡Qué pueblazo es el nuestro! No todo está per­dido. ¡Viva Dios! Augusto el zombie vive a la sombra del árbol de esa solidari­dad prodigiosa de la fami­lia. Desde luego, volví a mi pesar; no todos los destro­zados como mi jardinero tendrán la misma suerte. Por eso sé que no debe ce­sar la lucha contra ese Cri­men de Lesa Huma­nidad. Augusto me lo recuerda desde su penoso silencio. Es difícil compren­der cuánto ayudan tiempos como éstos para enfrentar los males mayores del pue­blo. Sólo por error se puede creer que predomina la con­servación propia, el “sálvese quien pueda”. Al contrario, es cuando más se piensa en las desdichas ajenas; la compasión se recrece y es como si el señor nos pusiera a prueba.

Augusto, tan humilde y desventurado, nos provo­ca para la lucha, nos qui­ta la indiferencia, sus hijos rescatados por la abne­gación de la familia nos muestran los colores de la esperanza.

Mi inolvidable maestro de primaria, ya a punto de en­trar en la agonía de su tisis, José Dolores Jiménez, nos decía: “Somos pueblo difícil de desbaratar; pónganlo en peligro, sométanlo a du­rezas y verán lo que es el dominicano. Por eso es la Nación que es, no se des­alienten. Era el año ´44 del siglo pasado. Uno después de la epopeya de la Independencia, Es­taba sojuzgado y el mo­ribundo maestro nos de­cía: “No se desalienten”. Ese mensaje traía otros colores de la esperanza. La Pandemia parece un umbral sólo de desastres y, sin embargo, ofrece el al­bergue a los mejores pensa­mientos y las determinacio­nes más necesarias para el pueblo.

En medio de sus desgra­cias, Augusto me devuelve el aliento. Para todos nosotros está la convocatoria de los mayores esfuerzos comunes frente a todo lo aciago que nos amenaza. Recuerden, Dios está al mando.

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