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Nacionales

Cuando los niños se olvidan de leer

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Zambrano cami­na por la capital la mañana de un jueves de marzo con cuatro com­pañeros después de salir del li­ceo a donde fueron a averiguar cómo harían las pasantías con las que deben graduarse. Vis­ten su uniforme escolar; frus­trados.

En un año casi no han hablado con sus profesores, no tienen internet en casa y ni si­quiera señal de móvil para ha­cer una llamada. Han quedado en el agujero negro de la desco­nexión en Venezuela. Además, deben recorrer los bancos du­rante toda una semana para sa­car dinero en efectivo y poder pagar un viaje en transporte público hasta su escuela en un país en hiperinflación donde el 96% de su población está su­mida en la pobreza, de acuer­do con la última medición de la Encuesta de Condiciones de Vi­da del Venezolano.

La educación a distancia en Venezuela es a la distancia de un abismo. La carrera de obs­táculos que deben sortear Zam­brano y sus amigos es el lugar común en el sistema escolar, que desde hace un año no ha reabierto las aulas y todavía es­tá lejos de hacerlo. El Gobier­no de Nicolás Maduro decretó la suspensión de clases incluso antes de que se detectaran los primeros casos de coronavirus en el territorio. Abruptamen­te, uno de los países con la co­nectividad más lenta de la re­gión, en el que seis de cada 10 personas no posee un móvil —según cifras de la Comisión Nacional de Telecomunicacio­nes— y donde varias regiones pasan varias horas al día a os­curas por los apagones, pasó a educarse a través de un inter­mitente WhatsApp, clases gra­badas que transmiten en la te­levisión estatal y centenares de fotocopias de guías que los padres recogen en los colegios quincenalmente y, a veces, no pueden pagar.

Pandemia más emergencia

Con una propagación inicial ralentizada por la propia crisis del país —la poca conectividad aérea y una agravada escasez de combustible redujeron la movilidad y, por tanto, el contagio de coronavirus—, un año después la epidemia empieza a mostrar los dientes con un incremento ve­loz de los casos. Aunque el Go­bierno primero anunció un regre­so semipresencial a las aulas para el mes de abril, el pasado 22 de marzo Maduro dijo que no habrá vuelta a las clases presenciales y decretó un nuevo confinamiento debido a la detección de las nue­vas variantes más contagiosas del virus.

La vacunación es incierta. Pero la covid-19, en realidad, es lo de menos. La pandemia encontró al país en emergencia humanitaria. Esta condición previa también ha hecho que sea un espejismo la vuelta a clase en escuelas que no tienen agua para garantizar el la­vado de manos y cuando los pro­fesores han desertado en ma­sa porque reciben menos de un dólar al mes de salario. Según la Federación Venezolana de Maes­tros, más del 40% de los docen­tes del país ha renunciado en los últimos años. Muchos han apro­vechado la educación a distan­cia —que se ha limitado al envío y corrección de deberes— para emprender en otros oficios para poder sobrevivir.

La hija de tres años de Selian­dry Rodríguez, de 29, empezó su educación en esas condiciones. Su madre recibe instrucciones por WhatsApp y como puede le enseña los números y vocales en casa. No ha querido llevar a la pequeña a sesiones con la maes­tra porque teme el contagio con el virus. En la misma casa estu­dian los dos hijos de su herma­Carolina Castelin, que dice que no ha encontrado la manera de explicarle al más grande qué son los mestizos, los zambos y los mulatos, asignaciones de quinto grado sobre la historia del descu­brimiento de América.

En el estrecho corredor de acce­so a la casa, ubicada en el barrio La Lucha en el este de Caracas, es­tá la cocina, una nevera y el mue­ble en el que se apilan los cuader­nos y materiales para la tarea, unas ollas y la licuadora. Las her­manas, ambas desempleadas, han diseñado piezas para apoyar el aprendizaje de sus hijos, hasta el punto de que terminan haciéndo­les los dibujos en los cuadernos. Rodríguez tiene algo de experien­cia porque estudió ocho semestres de Educación Preescolar, aunque hubo de retirarse hace dos años “por la situación país”: no tenía dinero para pagar el transporte hasta la universidad, que le que­daba a dos horas de casa.

Mientras espera a que comien­ce una sesión en Google Meet, que al final fue suspendida sin mayores explicaciones, Mattias Gasper, de 11 años, cuenta que él era muy bueno en Matemá­ticas, pero eso cambió repen­tinamente. “Creo que la maes­tra desapareció después de que comenzó la pandemia, no supi­mos más durante todo el último lapso y mi mamá es muy mala con los números”, explica.

Gasper estudia en un cole­gio privado que desarrolló una aplicación para poder imple­mentar un aula virtual. Podría ser un afortunado, pero la cri­sis también lo ha alcanzado. Su madre, Karla Franceschi, le comparte su ordenador portá­til del trabajo por las mañanas para que pueda estudiar, pero dice que está ahorrando para el tutor y la terapia que necesitará su hijo para superar este año de desaprendizaje y estrés. Lo ha dado todo por perdido.

La lógica rota

“En Venezuela hubo una ruptu­ra en la lógica del aprendizaje en un momento clave del año esco­lar, cuando estaba por finalizar”, explica Olga Ramos, especialista en políticas públicas del Observa­torio Educativo de Venezuela. “No se pudieron cerrar los procesos de aprendizaje y lo que ha ocurri­do en muchos casos es desapren­dizaje, aprendizajes incorrectos y acumulación de deficiencias. Hay lecciones que solo pueden ser pre­senciales y se siguen postergan­do”. Dos grados escolares han que­dado trastocados por la pandemia: el que terminó abruptamente en junio y el que comenzó en octubre pasado en casa, sin tener las condi­ciones para implementarse a dis­tancia.

Ramos dice que es difícil saber las consecuencias que esto tendrá en el futuro, pero de entrada ase­gura que la desigualdad ha gana­do terreno. “Donde había mejor conexión, el estudiante tuvo ma­yores capacidades para aprender”, dice. “Las escuelas, al estar disemi­nadas en casi todo el país, permi­tieron que los venezolanos apren­dieran independientemente de sus condiciones de vida. Ahora, de sus condiciones de vida dependerá su desarrollo”.

En La Cruz, otro barrio caraque­ño, la maestra Socorro Medina ha visto cómo a los niños se les ha ol­vidado leer. En su casa, en una ha­bitación de tres por tres metros, funciona desde hace años un aula con pupitres, pizarra y biblioteca en la que atiende de seis a 12 ni­ños de todas las edades y en todas las materias. En la pandemia ha te­nido mayor demanda. En un mo­mento está con números romanos, pasa a la propiedad conmutativa y luego al uso del that y el this, eso y esto en inglés.

Medina tiene más de 20 años de experiencia y da clases en una es­cuela subvencionada por el Esta­do donde gana 2,5 euros al mes. Cuando comenzó la pandemia, su esposo, que trabajaba de me­sonero, quedó sin empleo. “Tuve que convertir lo que me gusta en mi sustento”, dice. Ahora, por ca­da estudiante que recibe en su ca­sa cobra un dólar al día, apenas 83 céntimos de euro





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