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Patente de corso – Wikipedia y Sinuhé el egipcio

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Cada día transcurri­do, cada página leí­da, cada frase caza­da al paso, es una lección interesante, incluso cuando llevas 65 tacos de almanaque deshojados en la mo­chila. Y más si no perteneces al grupo de los recolectores, sino de los cazadores, y caminas por la vi­da con los ojos y el zurrón abiertos y la escopeta lista, en esa tensión especial que permite apropiarse de todo cuanto se pone a tiro, pa­ra luego sacarle punta. Incluso ni­miedades aparentes dan buen juego, si las destripas bien. Pen­saba hoy en eso, después de leer algo en internet, en uno de esos blogs modestos, casi personales, poco seguidos, pero que a menu­do contienen material interesan­te, impresiones, ideas que hacen reflexionar. Y éste es el caso, por­que el bloguero -joven, sin duda-, mencionando de pasada y en to­no afectuoso una novela mía, la última, apuntaba a modo de elo­gio: «En el trabajo de documen­tación, se nota que Pérez-Reverte sabe moverse muy bien por Wiki­pedia».La frase es simpática, y no puedes menos que agradecer la buena intención. La amistosa in­genuidad. Luego echas un vistazo a las otras entradas del blog, con­sultas la escueta biografía del au­tor, confirmas su juventud y atas cabos, lo que te lleva a una con­clusión inevitable y en cierto mo­do triste, no sobre ese bloguero en particular, sino sobre cierta mane­ra cada vez más frecuente de abor­dar el asunto; sobre la idea que po­co a poco se va asentando en las nuevas generaciones de lo que es documentar algo; sobre cómo y por dónde acceder a los conoci­mientos que actuarán como meca­nismos de comprensión y análisis a la hora de plantearse un artefac­to narrativo, una mirada histórica, un hecho cultural o intelectual. Lo estremecedoramente fácil que re­sulta, hoy, contentarse con una mi­rada superficial, con un resumen apresurado hecho por descono­cidos, con simples referencias no siempre contrastadas, no siempre rigurosas, no siempre minuciosas, no siempre fiables. Carentes de la autoridad que el tiempo y el rigor, los autores de prestigio y el aplau­so de lectores cualificados, dan a las grandes e imprescindibles obras.

Bien pensado, el asunto inquie­ta. Yo mismo, cuando trabajo en una novela, recurro con frecuencia a internet. Por supuesto. Pero ésa es sólo una pequeña parte del con­junto, y sé que hay cosas que debo hallar en otra parte. Sin embargo, para muchos jóvenes con inquietu­des, con buena voluntad, documen­tar una novela o un libro cualquie­ra, acudir a la Historia o a la Ciencia como material de trabajo, significa exclusivamente acudir a Wikipe­dia. A internet, y punto. Esa fuente documental parece lo más natural del mundo. Y eso se ve fomentado por un sistema educativo que cada vez depende más del teléfono mó­vil, de la tableta o la enseñanza di­gital, y desprecia las fuentes clásicas y tradicionales, negando a los jóve­nes el hábito de moverse con soltu­ra en fuentes más serias; de familia­rizarse con textos solventes, anotar, marcar, comparar, completar. Cada vez queda más lejos, no sólo de la intención, sino de la imaginación, adquirir o consultar libros, trabajar en hemerotecas y bibliotecas, visi­tar escenarios reales. Ni pasa por la cabeza otra cosa que ir a lo fácil. Pa­ra qué consultar el Espasa, la En­cyclopaedia Britannica, el Sum­ma Artis, la colección completa de Blanco y Negro o el Dicciona­rio Biográfico de la Academia de la Historia; para qué leer a Gal­dós, Valle-Inclán, Baroja o Clarín, si con un teclazo lo tienes todo re­sumido en medio folio. Para qué visitar un museo, para qué viajar a una ciudad con un antiguo ma­pa y un bloc de notas, pudiendo teclear en el buscador de internet y hasta pasear virtualmente por las calles de Osaka o San Petersburgo.

La consecuencia de todo esto es que, cada vez más, quienes de es­ta forma limitan su propio cono­cimiento aplicarán esos límites a cuanto se les ponga delante. Juz­garán el mundo no por lo que éste tiene y ofrece, sino por la reduci­da visión que de él tendrán ellos. Y aquí no puedo menos que re­cordar al querido José Luis Sam­pedro, economista y escritor, que una tarde en la Real Academia Española, mientras charlábamos con Antonio Mingote y Gregorio Salvador, lamentó, con bondado­sa e irónica resignación, que cier­to crítico literario hubiera encon­trado en su novela La vieja sirena presuntas influencias del best-seller de Mika Waltari Sinuhé el egipcio: «Te pasas la vida leyen­do a Homero, Herodoto, Jenofon­te o Plutarco, y luego empleas dos o tres años de tu vida en trabajar con todos esos libros abiertos al­rededor, para que al final juzgue tu obra un pobre hombre que sólo ha leído Sinuhé el egipcio».

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