Nacionales
El talón de Aquiles
En cada familia se cuecen habas junto a otros platos exquisitos. La sabiduría no crece dentro de las aulas, ni rueda por calles asfaltadas. A veces dentro de un pecho se esconden extraños orificios donde la manipulación, la inexactitud y la imprudencia suceden a retazos.
En la mesa bien servida reluce un ramillete de flores. De ellas, mirándose de frente, salen los pecados como flechas justicieras: Familias como aves llegadas del averno se entrecruzan y debaten dentro de cárceles antiguas, llenas de cadenas, espolones y cámaras ocultas.
Mi amigo José tiene una familia forjada entre ciclones y vaguadas.
Procreó cinco hijos de tres matrimonios distintos. Eso es mucho pedir para un hombre pobre, feo y trashumado. El primero no entiende aún a sus medio hermanos: los hijos de padres divorciados se obsesionan por volver a unir a los suyos sin mirar el peligro de un camino retorcido.
El caso de mi amigo requiere segundas lecturas.
De un segundo matrimonio llegó una hija que lo adora. Acepta sus hermanos posteriores y es orgullo de su padre a pesar del matrimonio roto.
Ya en su vejez, José es atendido por su tercera esposa y sus tres nuevos hijos.
Pero el primogénito de su devoción, añora reclamos impropios para un hombre que no aprendió a dormir con los párpados abiertos.
Después llegaron las cartas sin remitente llegaron a su vida y con ellas aprendió a sufrir.
Entre cinco hermanos que debieron amarse se quebró la estrategia sanguínea y el padre quedó en medio de un hoyo imposible cerrar.
Cada hijo por su lado intentó entender el mundo entre culpas y tuétanos de polvo.
La orfandad de José choca con aquel primogénito que no pudo convertir en el amigo que siempre deseó. Todavía hoy su conciencia da vueltas como una barcaza a la deriva por un mar revuelto. Pero de algo está convencido: hizo todo lo posible por amar a los cinco hijos por igual, con salvaje vehemencia.
Tengo tres hijos. Dos muchachas y un varón. La mayor, procreada en mi primer matrimonio, supera los cuarenta años. Ella es también mi devoción. No la oculto, a pesar de vivir lejos y sufrir por el deseo de no tenerla a mi lado. Se llama Anet y le acaban de diagnosticar cáncer en un seno. Grave. La operan en unos meses. Sigue siendo hermosa. Todavía hoy hubiera tenido miedo de salir con ella de manos a la calle porque todos querrían besarla. Luché, pero no pude tenerla a mi lado. Lo intenté frente a una justicia en mi contra. Pero es mía. Siempre será mi pequeña, mi orgullo, mi locura, y mi debacle.
En su favor debo decir que no temo a los que odian. A los resentidos y envidiosos. Tampoco al ego ajeno. Se cómo reducir los desencantos. Por eso vivo. Solo teme quien tiene algo que perder. Solo se debe temer a uno mismo. En mi caso, Dios me castigó por dejarme vencer por un tribunal que me negó estar más tiempo junto a Anet.
He llegado a la vejez atrapado de recuerdos que intento revivir para orgullo de los míos. Nada mejor que un padre frente a su propia encrucijada sin miedo a cruzar por el camino angosto. Mi familia es grande. Ha aprendido a defenderse por sí misma. La he dejado crecer en un mundo lleno de gente que otea de reojo. Mis hijos saben echarse a un lado cuando deben. Y también miran. En sus hogares han construido el mundo que soñaron. A veces incompleto, pero mundo al fin. Y eso me otorga un boleto a la eternidad. La felicidad llega en épocas disímiles. Y a veces no viene bien vestida.
El sabio de mi padre siempre me recordaba una frase de su propia invención: “El perdón no es más que aprender a vivir con nuestra propia realidad”.
A mis tres hijos, al igual que a los cinco de mi amigo José, los querré siempre. En las buenas, y en las malas. Aunque nosotros, los padres, como buenos bufones, siempre solemos pecar de ingenuos. Los ejércitos siguen a los hombres que aman a sus hijos. Aunque sean cuestionados por los dioses. Pero estos no son tiempos ni de dioses ni de ejércitos, sino de hijos que necesitan ser amados por sus padres.