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EL DEDO EN EL GATILLO – Una pregunta para josé saramago

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Creí coger al diablo por las barbas Fueron pre­guntas con olor a pól­vora. Olfateaba a mis entrevistados. En ellas superé mis tonterías de ayer. Logré algunas respuestas inolvidables.

Me sentí importante como puen­te para levantar el ego ajeno. Con ello gané simpatizantes y detracto­res. Pero mis amigos cubanos eran mis amigos y con una palmada en el hombro no referían sutilezas: Me en­señaron cómo formular indagatorias que valieran la pena.

Me costó trabajo entender el ac­to de entrevistar. Para mí significaba una acumulación de favores.

Sin embargo, nunca recibí un ras­tro de impiedad. Tal vez una llama­da de gratitud o la altivez de un “fal­so mesías”.

Mis amigos me enseñaron a pre­guntar sin dejar evidencias de igno­rancia. Debía conocer a fondo a mi entrevistado antes de sentarlo en un banquillo.

Mis inicios rozaron la censura. Tomé partido en un conflicto entre el oficialismo y una película medio­cre: Entrevisté a un sabio comunista sobre los lunares de aquel filme lle­no de lunares. La publicación no fue aplaudida y el poder me aplastó.

En eso llegó mi escapada hacia la UNEAC donde recibí clases de perio­dismo –rojo, es cierto, pero periodis­mo-. Aprendí que las buenas inda­gatorias carecen de respuestas, y la mejor alocución se logra cuando los entrevistados sacan sus trapos al sol.

Mi maestro en la UNEAC me abrió las puertas de La Nueva Gaceta, pe­riódico mensual que, por orden de Nicolás Guillén, cambiaba el rostro de la aburrida “Gaceta de Cuba” por uno más acorde con los intereses del lector promedio cubano hacia en te­mas culturales.

Cada mes preparaba una entre­vista a un personaje popular: In­tentaba rescatar los todavía visibles descalabros de mi asombro frente personajes que llenaron parte de mi educación. Y poco a poco descubrí el secreto de armar una buena interro­gante. Un gran actor se molestó por­que saqué a la luz detalles íntimos y experiencias suspicaces durante el rodaje de un filme popular. También llevé contra las cuerdas a otro perso­naje: Lo obligué a confesar el mayor tributo de su vida: Ser fundador de los órganos de la Seguridad del Esta­do.

Pero aspiraba a más. Uno de esos días sin sol, publiqué un esquema parecido a un monólogo interior. Las confesiones personales del pro­tagonista eran como pequeños frag­mentos del “Ulises”, de James Joy­ce. Fue un modelo de entrevista poco frecuentado. De esa forma encon­tré una guía para la acción y me me acerqué a la libertad. Comencé a ver el otro lado de mis entrevistados, un lado interior oculto, no adulador, al­go capaz de sacar verdades a la luz sin importar el sentir y el decir de pre­guntas incómodas.

Aquella serie de publicaciones se interrupieron con la muerte de Nico­lás Guillén, la cancelación del equi­po de Divulgación y el retorno al vie­jo esquema de la arcaica “Maceta de Cuba”. El oficialismo me consideró un apestado por trascender el pen­samiento popular. Algunos de los nuevos dirigentes intentaron conso­larme: “Es que la UNEAC es un orga­nismo para intelectuales; aquí no ca­be el pueblo, ni sus historias”.

En Santo Domingo, mi madre me entregó un ejemplar impreso de una de aquellas entrevistas. Lo plastifiqué y a cada rato lo muestro a mis amigos, no como maestría de escritura, sino como ejemplo de di­seño renovador y fórmula para no repetir el viejo esquema de pregun­tas y respuestas.

Soy fiel a mis viejas lecciones cuando me detengo frente a un entrevistado y lo miro de frente. Y pienso que algo oculta o calla por temor o conveniencia. Por eso for­mulo interrogantes al revés, de esas que saben sacar de quicio la memoria ajena y obligan a pactar con el diablo o con el humilde ser­vidor que lleva su grabadora en mano. En un de las tantos encuen­tros estelares del Listín, asistí a un de­sayuno con el Premio Nobel de Lite­ratura, José Saramago, en ocasión de su visita al país por la Feria Interna­cional del Libro de Santo Domingo. El salón del encuentro estaba reple­to de figuras egregias de las letras y la intelectualidad dominicana, junto a los directivos del periódico. Llovían las preguntas y llegó un momento en que los temas obligaban a Sarama­go a repetirse, con palabras distin­tas. Ante aquel espectáculo, le lancé al visitante mi mejor pregunta, la que nadie esperaba, la que me presentó como un editor frente a un persona­je elogiado, conmovido y atento a las miradas que intentaban una esta­tua a su figura: El silencio: ese recur­so que a veces vale más que mil pa­labras.

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