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Nacionales

Las huellas de un triunfador

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José Miguel me sorprendió con su propuesta:

-Voy a sugerir al Ayuntamiento de Baní tu título de Visitante Distinguido.

Hay mucha gente que ha sido premiada y tú has hecho más que muchos de ellos.

Lo miré fijo, mientras sonreía con gratitud.

-Mira, José Miguel, te agradezco mucho tu propuesta, pero ni lo intentes. Esos títulos se otorgan por circunstancias políticas y yo no soy un hombre de circunstancias -le respondí.

-No te preocupes. Aquí todo el mundo conoce tu trabajo y no se van a negar –me volvió a decir

– Soy visitante distinguido de Baní, es cierto, Pero no necesito una titulación oficial ni un diploma para que mis hijos no sepan qué hacer con él cuando muera.

En ese momento, mi extraña respuesta fue solo para él. Si ahora la divulgo es porque su muerte me ha quebrado el acto de soñar: Le prometí que en vida no volveríamos a hablar sobre ese asunto. Y me hizo caso.

Lo que más admiro de José Miguel era su olfato para detectar la sinceridad. Él se comparaba con un puente para ser cruzado en beneficio de la tierra que lo vio nacer. Sobre ese puente podrían pasar turistas, mercaderes, militares y políticos buscavidas, pero también lo hacían dominicanos de bien, jóvenes y viejos, que nunca antes conocieron la tierra natal de Máximo Gómez.

Fue un amigo de sonrisa sincera y mirada profunda y me devolvió a mis años de pescador en yola. Junto a sus sanas ocurrencias pude sortear picúas, colirrubias, pargos y dorados.

Tampoco vaciló en recibir a mis amigos de otros pueblos como si fueran suyos y les procuró el tesoro de la aventura y pescado frito con cerveza a orillas del Palmar de Ocoa, y en Las Calderas. Ellos tampoco lo olvidan. 

Lo insté a escribir. Incluso comenzó a juntar sus escritos banilejos y los reportajes de Indhira Suero para completar una historia que todavía permanece en la ineditez. Si algo detuvo aquel proyecto no fue la insensibilidad de los patrocinadores, sino su escaso tiempo libre:

José Miguel no era un hombre rico. Su familia tenía recursos, pero él fue incapaz de pedirle nada. Ejercía el periodismo local, tanto en radio como en TV y cada noche llegaba a su casa agotado tras buscar patrocinio para sus programas.

En su hogar lo esperaba su hija, una niña huérfana que adoptó desde los cuatro años y que hoy es una señorita inteligente, que cursa el bachillerato con calificaciones destacadas.

En 2014 se sorprendió al verme andar por las Dunas de Baní recién resucitado, rodeado de pasantes, con el mismo brío de mis años juveniles.

Lo conocí en Azua, junto al asesinado colega Juan Andújar, Yvonne Francisco y Solange de la Cruz. En aquella ocasión nos sumamos a destruir una empalizada construida por un emigrante colombiano que pretendía hacer suya una playa y un pedazo de mar para construir un atracadero. Algunas fotos de esa epopeya las puse en manos de Yvonne, quien debe conservarlas aún junto con su recopilación de reportajes de Andújar que nadie se ha atrevido a respaldar para que vean la luz.

Años después lo requerí para una investigación de Andrés Blanco sobre la presidencia de Goyito Billini, con documentos conservados en el Museo Histótico de Baní.

José Miguel nos abrió sus puertas y no se detuvo hasta que Andrés terminó de recopilar los valiosos manuscritos allí conservados.  

Hasta el presente todos están siendo difundidos por el Archivo General de la Nación. Y llevan su olor a gente buena.

Si escribo estos recuerdos no es por contar por contar. Solo trato de difundir sus magnitudes. José Miguel luchó por sobrevivir. Todavía enfermo disertó a un grupo de jóvenes sobre los valores de la Catedral de Baní y sus vitrales, y los llevó a visitar la fábrica de conservas La Famosa.

Fue una especie de “dinosauro” joven hasta su último adiós. Su partida ha sido brutal. Nos dejó el olor del vencedor, de quien lleva la vida con desinterés. Creyó en quienes miran de frente. Fue un maestro en el arte de vivir.

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