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Enfoque: Historia – La ONU es como un bombero sin agua en la manguera

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El secretario ge­neral de Na­ciones Unidas tiene un ofi­cio estresan­te, a veces inclemente. Ya era así antes de la pande­mia, pero se ha potenciado aún más con el coronavirus. El portugués António Gute­rres, de 72 años, ocupa este cargo desde 2017. Los cua­tro primeros coincidieron con la era Trump, y el pre­sidente estadounidense no perdió ni una sola oportu­nidad de desacreditar a la ONU, especialmente a uno de sus organismos: la OMS. Para el antiguo primer mi­nistro de Portugal y presi­dente de la Internacional Socialista, ese ya es un ca­pítulo cerrado, pero las ta­reas que tiene por delante siguen siendo enormes: co­ronavirus, cambio climáti­co, migración, desigualdad y pobreza, a lo que se une la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China. En­tre esas tareas también se cuenta una urgente y nece­saria modernización de la ONU. La lista es larga, y ca­da día que pasa parece alar­garse un poco más.

XL ¿Cómo consigue mantener el optimismo a pesar de tantas crisis?

António Guterres. El pro blema es que la mayoría de nuestras instituciones mul­tilaterales no tiene ‘dientes’. Fíjese en la OMS: puede ha­cer recomendaciones, pero al final no tiene poder para obligar a los países a tomar medidas. Incluso allí donde el sistema multilateral tiene

de Seguridad de Naciones Unidas, no hay ganas de usarlos. Así que nos encon­tramos ante un Consejo de Seguridad que está como paralizado en las cuestio­nes más importantes, tanto en la prevención de conflic­tos como en su resolución.

Visto así, suena casi a misión imposible.

A.G. Es una tarea muy dura, pero es nuestra res­ponsabilidad. Pensar en el sufrimiento de la gente en el Yemen, o en Afganistán o Siria, nos obliga a hacer todo lo posible por resol­ver estos conflictos. Lo ha­cemos convenciendo e in­termediando, y a veces lo conseguimos. En Libia, por ejemplo, hemos logrado la firma de un alto el fuego y la consolidación de un Go­bierno de unidad nacio­nal. Confiamos en que se puedan celebrar eleccio­nes libres y en que haya una retirada de las tropas extranjeras, confiamos en una nueva Libia, en defini­tiva. Eso prueba que no po­demos rendirnos nunca. Pe­ro sí, es cierto lo que decía usted, en muchas situacio­nes da la sensación de que somos unos bomberos sin agua en la manguera.

Mientras Occidente aca­para vacunas, los países pobres casi no han recibi­do ni una dosis. Usted lo ha calificado de «fracaso moral». ¿Ese fracaso po­dría convertirse en maldi­ción?

A.G. Los riesgos son evi­dentes. Cuanto más se pro­pague el virus, mayor es la probabilidad de que surjan nuevas mutaciones. Es un fenómeno que responde a los principios de la evolu­ción de Darwin, es decir, la supervivencia del más ap­to: se acaban imponiendo los mutantes más fácilmen­te transmisibles y también más resistentes a las vacu­nas.

Lo que a su vez quiere decir que.

A.G. Que corremos el riesgo de que el virus pue­da mutar en los países del sur y volver a nosotros si no se hace un gran esfuerzo para impulsar vacunacio­nes masivas en regiones en vías de desarrollo en parale­lo a las que ya están tenien­do lugar en las regiones de­sarrolladas. Por eso no solo tenemos que apoyar eco­nómicamente a la iniciativa COVAX…

Nombre de un mecanis­mo internacional que per­sigue el reparto justo de vacunas.

A.G. …también necesita­mos una acción concertada. Por eso he pedido un plan global de vacunación, co­ordinado por el G20, para unir a los países que cuen­tan con los medios econó­micos y de producción ne­cesarios, además de con la tecnología. Tenemos que duplicar la producción y fa­cilitar las licencias necesa­rias para ello.

¿Le sorprende el nivel de nacionalismo de las va­cunas al que estamos asis­tiendo?

A.G. Puedo entender que algunos países prime­ro tengan que satisfacer los deseos de su población, pe­ro acaparar vacunas no tie­ne sentido.

Tony Blair, ha vaticina­do otra ola mucho mayor de refugiados si Occiden­te no echa una mano.

A.G. Todos los fenóme­nos que agrandan la des­igualdad y la injusticia tie­nen como consecuencia inevitable el aumento de la migración. De producirse esa ola, sería consecuencia de la pandemia, pero tam­bién del cambio climático y de otras muchas formas de injusticia. Todo pasa por combatir la desigualdad y crear condiciones de vida dignas en los países de ori­gen de estas personas.

Usted llegó para moder­nizar la ONU. Pero ¿una organización con 37.000 empleados y semejante aparato burocrático es re­formable?

A.G. Ya hemos dado pa­sos en la reforma de mu­chos de los aspectos que no están directamente relacio­nados con el ejercicio del poder…

¿La desigualdad co­mienza en la cúspide de las instituciones globale?

A.G. Sí. El Consejo de Seguridad sigue reflejando las relaciones de poder que había tras la Segunda Gue­rra Mundial. El mundo ha cambiado, pero las relacio­nes de poder no. Las estruc­turas multilaterales mo­dernas deberían al menos adaptarse al presente. Lo ideal sería un sistema com­pletamente democrático, es decir, que funcionase bajo el principio de la justicia y la igualdad de derechos. De todos modos, implantarlo requeriría el consenso de muchos países. O al menos un acuerdo elemental de que hay que empezar a mo­verse. Y muchos se mues­tran poco entusiastas.

El Consejo de Seguridad no ha sido capaz de poner­se de acuerdo ante situacio­nes como las de Birmania, Siria, Yemen o Palestina. ¿No es frustrante?

A.G. Las relaciones dis­funcionales entre las gran­des potencias hacen que a una organización como la ONU le sea prácticamente imposible afrontar de una forma razonable esos fo­cos de crisis que usted aca­ba de citar, eso es una rea­lidad. De vez en cuando lo conseguimos, pero muchas veces no. Y es eso lo que lle­va a esa apariencia de pará­lisis que le decía antes. No obstante, creo que la ONU ha alcanzado un papel de liderazgo muy importante en algunos aspectos, sobre todo en el tema del cambio climático. Ahí hemos esta­do en cabeza, hemos insis­tido una y otra vez en que nos encontramos ante un abismo.

Así lo dijo en la reciente cumbre climática convo­cada por el presidente es­tadounidense, Joe Biden.

A.G. Acabo de presen­tar un informe sobre el es­tado del clima global, y la situación es absolutamen­te dramática, con un as­censo medio de las tempe­raturas de casi 1,2 grados con respecto al nivel prein­dustrial, es decir, muy cer­ca ya de los 1,5 grados que la ciencia considera el lími­te máximo. No nos queda tiempo que perder. Hemos tomado la iniciativa, ya te­nemos una coalición inter­nacional cuyo objetivo es reducir las emisiones a ce­ro. Los europeos se han su­mado al objetivo. Y ese paso ayudó a convencer a Japón, la República de Corea, Chi­na y esperemos que ahora también a Estados Unidos. Lo que quiero decir es: creo que desde la ONU hemos marcado el camino hacia la creación de una concien­cia global y de presión sobre los gobiernos. Como es na­tural, muchas veces resulta complicado y frustrante, pe­ro demuestra que podemos hacer cambios y marcar una diferencia.

Los Estados Unidos del presidente Biden han vuelto a la Organización Mundial de la Salud y al Acuerdo de París. Estará aliviado, ¿no?

A.G. El nuevo Gobierno también ha dado señales alentadoras más allá de la OMS y de la protección del clima. Por ejemplo, la ayu­da humanitaria a Palestina, la implicación en el Yemen y otras regiones en conflic­to. Todo esto me hace sen­tir optimista. Pero, por otro lado, es obvio que también nos enfrentamos a una rela­ción muy complicada entre Estados Unidos y China.

Ha llegado usted a ad­vertir del riesgo de una posible guerra fría entre ambos países.

A.G. Es importante orga­nizar esa relación de forma razonable. Creo que Estados Unidos, junto con la Unión Europea, debería ser capaz de entablar una discusión seria con China, una discu­sión en la que todos los te­mas estuvieran sobre la me­sa para ver en qué aspectos es posible encontrar un ca­mino común en beneficio de toda la humanidad, como por ejemplo en aquellos re­lacionados con el comercio y las nuevas tecnologías.





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