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El dedo en el gatillo – Rebelde y afortunado

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La rebeldía no siempre se demuestra a tiro limpio. Las más auténticas provienen de los labios, de esos esquemas y conductas en apariencia traídos por los pelos. Una rebeldía oculta sabe estallar como luces de neón en plena madrugada.

Una vez me dieron a elegir con una pistola en el pecho. Una pistola de juguete, pero pistola al fin. Una pistola que ha marcado mi vida: O me iba de Cuba a esperar cuatro años para reencontrar a mi familia, o me quedaba allá adentro con ella, a la buena de Dios.

Como no tengo aires de lambón, decidí emigrar porque la tierra donde nací era “demasiado grande” para convertir en realidad mis modestos sueños y el destino familiar.

Y no me quedó otro remedio que elegir. Los míos me apoyaron y el resto quedó en manos del destino. No sabía contra quién me enfrentaba, pero me jugué el todo por el todo. Durante mi ausencia, no tuve marcha atrás y mi familia pagó un alto precio. Sin embargo, no me tiré a morir, ni mis pasos asumieron el rostro de la sombras. Fueron años de salir con la mirada cotidiana y encontré siempre buenos amigos. Junto a ellos, hallé espacio para leer y escribir. Me aferré a una pequeña maquinilla para intentar sobrevivir al fantasma de la soledad. Algo tuve que perder, pero hoy puedo darme con un canto en el pecho: Dos de mis hijos han creado familias y sobreviven con orgullo. Se aman, se defienden y saben respetarme.

Supe renacer porque llegar a conocer lo desconocido entraña ciertos riesgos y miradas de reojo. Lo demás lo aportaron mi perseverancia y sobresalto.

Hace unos días una de mis periodistas preferidas me entrevistó para su tesis de grado. Su última pregunta me sorprendió. No la esperaba. Y como requería una respuesta breve, acudí a la meditación. Mientras pensaba en qué decirle, reconstruí pasajes de mis días cubanos, cuando tomé una decisión de la cual no me arrepiento. Y me hice a mí mismo y de una sola vez la pregunta lanzada a quemarropa por la joven estudiante que, por supuesto, vivía ajena a mis resortes internos: ¿Me consideraba un afortunado o un rebelde?

Fue la primera vez en mi vida que debía responder con una sola palabra todo el sentir acumulado por haber cruzado la raya. O por haber abandona el supuesto “deber” ante el gobierno del país donde nací.

Soy un ser afortunado. Vivo en otro país que me ha acogido como hijo. Ostento una nueva ciudadanía, Me he ganado el derecho de tener cédula oficial y pasaporte. Tengo los servicios de salud al alcance de mis manos. Mi dos últimos hijos también hallaron un lugar decente y generoso para formarse, estudiar, salir adelante, procrear familias y ser gentes de bien. Tengo los mejores amigos del mundo. Nadie se ha aprovechado de mí. He publicado casi todos mis libros y me he integrado al periodismo. Y soy un maestro de generaciones fuera de las aulas. He fundado y dirigido bibliotecas, suplementos y revistas culturales. He dictado conferencias y me obsequian libros con frecuencia. No he tenido que cambiar mi idioma. Mi pensamiento ha evolucionado. Trato de ayudar a quienes lo necesitan. Y lo más importante de todo: no tengo precio. En fin, aquí me han dado lo que nunca habría recibido en ningún otro lugar.

Pero eso es solo lo palpable. Lo que digo que boca para afuera, lo que no tiene precio para alguien que ha osado marchar contracorriente.

Mi sentimiento hacia la República Dominicana es aún mayor. He vuelto a ser yo mismo, a rescatar mi sonrisa, a ser un crédulo, entusiasta, dispuesto a dar su piel por el bien ajeno.

Soy muy afortunado. Tal vez como nunca lo soñé.

Sin embargo, desde que nací acusé de rebeldía. En mi niñez, la gastritis abrió su puerta. Pero el ambiente misterioso de los consultorios infantiles me obligó a saltar sobre los butacones de la sala de espera. Frente a aquel espectáculo, los médicos recomendaron a mi madre consultar al siquiatra como queriendo ocultar un sentimiento de incapacidad para tratar a alguien opuesto a que le pusieran un dedo encima.

Después, llegó mi inmadurez. Corté caña, recogí tubérculos y café en zonas apartadas; escapé de clases, recorrí La Habana entera en nubes de algodón; honré a The Beatles, mi pelo creció al igual que mi conciencia: me hice joven comunista y devolví el carné rojo con una sonrisa en los labios cuando nadie lo esperaba. Abandoné el Derecho, me hice escritor y periodista. Me burlé de los mitómanos y comencé a respetar lo irrespetable. En fin, soy un rebelde consumado. De esos que no solo se conforman con poner el huevo en una sola canasta y andan por el mundo ensartando maravillas. Solo maravillas. Y mientras más íntimas, mejor. Soy, como dijo Octavio Paz: “El peor de todos”.

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