La democratización de los medios de comunicación tradicionales y las plataformas digitales han creado condiciones para que todo el mundo pueda acceder a ellos sin ningún tipo de prerrequisito profesional ni ético. Ante la crisis televisiva, muchos canales han tenido que subsistir rentando espacios a productores advenedizos y siendo poco rigurosos con la profesionalidad de los mismos y hasta con los contenidos que estos insertan en sus programas.
Esta situación, unida a la falta de censura, han convertido la televisión en un carnaval de actores mediocres y en un burdo espectro cargado de malas palabras, obscenidades, soecidades, etc.
Las exigencias son mínimas. Muy mínimas. Y eso está arrabalizando los medios.
Entonces, muchos de los protagonistas de la televisión ortodoxa, a fin de no quedarse atrás y de salvar su modus vivendi, se han subido en esa ola de chabacanería, como salvaguarda de su permanencia en tv.
Porque la verdad es que, las grandes audiencias, los públicos arrolladoramente masivos que tiene la plataforma digital, amén de lo que sustancialmente ofrece, se están robando el show y comiéndole los caramelos a los productores y medios tradicionales. El fenómeno es sorprendente y la otra novedad es que, económicamente, es más rentable. Tanto, que puede darse el lujo de prescindir de la publicidad y ser rentable. Esta ciber realidad está rompiendo con los viejos esquemas de la formalidad del lenguaje y de la rigidez normativa del comportamiento en pantalla. Pero también está cualquierizando y vulgarizando la comunicación.
Esta situación representa un reto verdadero para la vieja escuela, que tiene de frente un fenómeno social sin parangón en la historia de la comunicación radial y televisiva.
Con un beneficio adicional : los que consumen estos contenidos no están sujetos a horarios ni lugar.
El desafío es grande y plantea la necesidad de que los profesionales del oficio lleguen a través de estos medios, ajustando decentemente sus contenidos para diferenciarse.