(A Nuria, que siempre estuvo ahí)
Desde hace muchos años tenemos un grupo informal, diverso, plural. Puros amigos con carreras distintas o afines, pero puntuales en el afecto, coincidentes en lo fundamental, amantes de la música, la poesía, el mar, la historia, caminos empinados donde madrugan cocuyos y el verde que te quiero verde del poeta García Lorca, reaparece en los caminos.
Este grupo empezó a aglomerarse a fines de los años ochenta. Ha tenido bajas sensibles, los últimos fueron Sonia y Vitico. En los noventa, hicimos un arte de magia. El Palacio de Bellas Artes fue el escenario de un enchufe, cantamos y danzamos en un montaje de luces, versos y canciones dirigido por José Antonio Rodríguez. Sonia cantó mis versos al poeta nacional Pedro Mir y todos agarrados de la mano cruzamos por la ciudad mojada a encender una fogata bajo sones y canciones de amargue. Algunos veníamos de imaginar extrañas apariciones, de luces en el cielo, granizos y aguaceros, cruzando los ríos, orquestando tránsitos de conciencias breves, que concluyeron siempre con alegres paseos tomados de la mano, como aquella locura de cruzar la cordillera central para encontrar un tesoro al final de arcoíris y pasar a otra dimensión.
Nos esperaba un lucero o un aguacero y luego bajo la leña y el espejo del fuego, los ojos grandes y hermosos de una compañera, como una diosa cetrina en la colina, que vimos una noche empinarse sin escaleras hacia el cielo plomizo y desde entonces perdimos su rastro. Un amigo que ya no está, llevaba una cuerda para enlazarnos, por si al cruzar el abismo nos perdíamos en la lontananza oscura de otra dimensión. Ahora nos reímos y no nos arrepentimos de tejer inventivas.
El balance es un inventario de risas y recuerdos. Recientemente nos pasamos el tiempo evocando imágenes. Y haciendo nuevos planes, conjuras de la música que nos recupera para el buen gusto. A la muerte se le espera cantando, bajo una granizada de miel y pájaros, para que la costura del sueño salve la memoria de los besos y el amor que prodigamos. Todo esto y todo aquello para decir que está de regreso el embajador José Antonio Rodríguez, canta autor, compositor, músico, publicista y poeta. Fue nuestro embajador ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), un organismo especializado creado el 16 de noviembre de 1945 y cuya misión es “contribuir a la consolidación de la paz, la erradicación de la pobreza, el desarrollo sostenible y el diálogo intercultural” con sede en Francia.
Entre sus logros se destacan, la declaración de nuestros ritmos, el merengue y bachata como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad e iniciativas importantes en defensa de la cultura nacional y popular. Ha regresado con plenitudes de un ejercicio diplomático honroso, sin perder la sonrisa. Su presencia fortalece la continuidad de los valores de la música y la cultura. José Antonio fue reemplazado por otro gran valor de nuestra cultura, el laureado escritor e intelectual, Andrés L. Mateo, con lo cual se garantiza la continuidad de Estado y su alto nivel de representación cultural diplomática del país.
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