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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA – Póngase de pie el verdadero Ignacio Loyola

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.

 En septiembre del 2022 cum­pliré 60 años de jesuita. Con 9 años cantaba enterito el Himno de San Ignacio: “la legión de Loyo­la; lance, lance a la lid fie­ro Luzbel; voces escúchen­se de tropa bélica; la batalla campal…”

Tenía seis años cuando supe de Ignacio herido en 1521, defendiendo la ciu­dadela de Pamplona contra los franceses. Juraba que Ig­nacio fue un aguerrido mili­tar de carrera. Añádase que, durante mis años escolares 1951 – 1962, en varias oca­siones, docentes y publica­ciones se refirieron a él como “el Capitán de Loyola”. Fra­guó la imagen de Ignacio sol­dado.

Mi imagen equivocada se confirmaba con sus estatuas y estampas en las que apare­cía serio, enjuto, vestido de negro fúnebre, con la mira­da hacia un horizonte lejano, con un libro en una mano y una bandera en la otra.

Me resultaba más simpáti­co Francisco Javier: 15 años más joven que Ignacio, atle­ta, estudiante y profesor bri­llante en la Sorbona de París, audaz misionero en la India y el Japón, autor de cartas cuyo fuego todavía encien­de corazones. Javier falleció en 1552, intentando entrar clandestinamente en China.

Con varios años de jesuita en mis costillas, cuál no sería mi sorpresa leyendo al espe­cialista Ricardo García Villos­lada, S.J., (1986: 1162, edi­ción digital) criticando una deformación de Ignacio:

“… Piensan que San Ig­nacio fue un militar, o por lo menos militarista, espe­cie de sargento que orde­na y manda en los asuntos espirituales, como si se tra­tase de un cuartel, y guía a sus soldados al combate conforme a las reglas de su cartilla, que no son otra co­sa sus Ejercicios.

San Ignacio fue guerre­ro, porque luchó de joven en el castillo de Pamplo­na hasta caer gravemen­te herido, pero nunca fue capitán, ni soldado de gra­duación. Marchó a la gue­rra porque quiso, por se­guir y servir a su señor el duque de Nájera, de quien era gentilhombre. No es­taba a sueldo de nadie y podía abandonar el servi­cio cuando le diera la ga­na. Algunos de sus con­militones, que fueron heridos menos que él, fue­ron recompensados por el Estado con determinado estipendio; Loyola nunca recibió nada.”

Dalmases, (1979: 32), lo reitera: “… Íñigo no fue nun­ca un militar de profesión, como no lo fueron ni su pa­dre ni su hermano mayor, Martín García…”

Intentemos desmontar otras distorsiones frecuentes sobre Ignacio y los jesuitas.

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