Lo más honesto, noble de un político, funcionario público, profesional –abogados, médicos, jueces, fiscales, periodistas y ‘comunicadores’, incluidos- es practicar la objetividad, aún a costo de criterios y hasta intereses propios.
En la clase política esa práctica, sin embargo, parece estar en las letras chiquitas de los contratos de tarjetas de crédito o, simplemente, no existen.
Los políticos, y muchos que no lo son, cuando llegan a posiciones de ‘poder’ –pública y privada- entienden y practican el que nadie tiene más razones que ellos, que contradecirlos y/o cuestionarlos es ‘pecado capital’, que su verdad es la única, que sus decisiones, por autoritarias, sinrazón y hasta estúpidas que sean, son ‘palabra de Dios’. Es el mundo del ‘poder’ desenfrenado. El mundo, el diario vivir, no ese en blanco y negro. Tiene matices, muchas veces más destacados e importantes, por pequeños que sean o parezcan.
De ahí que la arrogancia, la petulancia, la prepotencia son la madre de la ignorancia. Y muchos son tan ignorantes que la practican olímpicamente a diario, imbuidos en ese ‘poder’ que creen tener. Aunque he de confesar que entiendo que a veces lo hacen por el enanismo de sus pensamientos e ideas. No llegan a comprender que nada es eterno, solo Dios. En estas disquisiciones de miércoles, emanadas de las realidades del diario vivir en nuestro lar nativo, hago una suerte de desahogo común –lo escucho a diario por doquier- que me llevan a reflexionar, al final y hasta con pena, como algunos no se dan cuenta de sus verdaderas miserias. Pero los comprendo. Es que no llegan a entender que ya visten pantalones largos.
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