Fue casual. Ella esperaba un taxi en una ruta que él se había prohibido recorrer hacía ya mucho tiempo, pero a la que el alado destino lo empujó de modo alevoso. Se detuvo y le ofreció llevarla hacia donde fuera, sin que ella opusiera la más mínima resistencia. Más bien corroboró la propuesta de modo manifiestamente amistoso y gentil.
Lo deslumbró con su belleza. Le pareció un ángel perdido, ávido de orientación, menesteroso de afecto, demandante de una rara forma de amor que acaso incluía, también, cierta aspiración de protección. Pero el amor facilita en ocasiones la mayoría de las cosas necesarias para el montaje de su obra, reservándose maliciosamente el atrezo que ha de ser determinante para la puesta en escena; penetra el corazón envuelto en una suerte de fingida manifestación de sentimientos que no tardará mucho en escaldar su entraña. Tenía un mágico corte de pelo que resaltaba sus facciones. Debajo de sus arcos superciliares se posaban -augustas- sus copiosas cejas, cuyo rumbo había tratado de anular con la innecesaria pretensión de atraer una atención que ellas, per se, ganaban sin apuros al más insensible de los mortales. Le propuso tomar un café antes de llevarla a su destino, improvisado pretexto para retenerla un poco más, para provocar su admiración a partir de un cortejo que resultó tan torpe como infructuoso. Ella aceptó, no se sabe si por placer o por deber.
Y fue así como, después de buscar un capuchino en dos lugares donde no hubo, llegaron a su tercera y última estación. Para entonces, él ya sabía que ella era exiliada política y ella que él era un soñador impenitente que intentaría, una y otra vez, encontrar el amor que nunca tuvo -ilusamente aparecido en ella- hasta el día de su muerte. Se desbocó como el caballo viejo y expresó, a corazón abierto, la suma de las emociones que le provocaba. Y si bien ella le advirtió sobre el peligro de ese galope incontenible, también fue cierto que se mostró discretamente obsequiosa, prodigándole una dulzura confusa que le hizo creer lo que nunca fue.
Llegó la hora de la partida. La llevó hasta su casa y ella lo despidió permitiéndole recostarse un segundo en su hombro. Se marchó, y al llegar, la llamó para iniciar el rito de rendición de cuentas de los comprometidos. Ella respondió: “no puedo atenderte, han sucedido algunas cosas de este lado”.