Las armas son fábricas de dolores que van de mano en mano sepultando llantos.
Ráfagas de luto que no respetan edad, ni sexo, ni circunstancias, ni autoridad, ni parentesco, ni misericordia.
En nuestro país las hay de todos los calibres.
Lo sabe el legislador, el policía, el sicario, el juez, el arrogante, el pordiosero, en fin, lo sabe todo el mundo, pero sólo asombra cuando el luto es cercano.
Llegó la hora de parar la hemorragia y la indiferencia. Llegó la hora de parar esta catarata de dolor.
Las estadísticas asombran. Las emergencias tiñen de rojo la cotidianidad de esta angustia.
El país necesita hombres que trabajen y piensen y no hombres que peleen y maten.
Que no entren más armas al país. Que sea una excepción y no un deporte poseer un arma.
Ha llegado la hora del desarme y la cordura.
Pero también ha llegado la hora de imponer castigos severos para todos los que las porten de manera ilegal. Que las penas sean sumarias e inmediatas.
Sin apelaciones y sin diatribas.
Porque a más seguridad, menos guardianes, menos guardaespaldas, menos demanda de armas, menos funerales, menos accidentes, menos angustia, menos rejas, menos disparos al aire, menos gatillos alegres, menos terror y más tranquilidad.
Desde todo punto de vista, llegó la hora de revisar la ley, para que el orden nos ordene en paz.
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