La pandemia llegó de repente y se estacionó en el sistema de salud del universo, llenando de espanto, temor y angustia al mundo.
La incertidumbre se paseó por toda la tierra y tocó la puerta de ricos y pobres, de grandes y pequeños, de blancos y negros, de creyentes y ateos, de comunistas y demócratas, en fin, de todo el mundo. Entonces, se cayeron los pronósticos y las proyecciones. Los proyectos se desvanecieron. Las economías se frizaron. El mundo se detuvo y sobró tiempo para caer de rodillas y llorar, para despertar la fe, para ver nuestras fragilidades y simplezas. Para abrir los brazos e implorar. Para cubrirnos la boca y orar en silencio.
El dolor ha sido colectivo y universal. Cerca y lejos la pandemia enlutó la vida y la tierra se inundó de tristeza y lamentos. El encierro ha sido largo y pesaroso por la terquedad de un virus que se renueva. Ya estamos cansados de silencio, de mirar la noche y la distancia, de ser sombra, de llorar ausencias, de pesares, en fin, de agonizar desde nuestro espanto.
Vivimos en una cárcel hecha de miedo y solo nos queda pedirles a la gente que se vacune y al Señor que tenga piedad de nosotros y milagrosamente se lleve este virus a un lugar donde no le haga daño a nadie. Amén.
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