El rey de Macedonia, Alejandro Magno, le profesaba un perenne amor filial a su madre, Olimpia de Epiro. Desde muy joven él prestaba atención a sus acertados consejos en materia política, lo que precisamente le permitió ascender al trono.
Pero una vez en el poder, el hijo trataba de impedir que su madre, adicta a las intrigas políticas, interviniera en sus funciones de gobierno.
En uno de sus prolongados viajes, Alejandro designó a Antipatro como gobernador de Macedonia. Unas semanas después, recibió un mensaje de este gobernante provisional en que se quejaba de la constante intromisión de Olimpia en los asuntos de Estado.
Antipatro le reclamaba, con impaciencia nerviosa, que no tardara en regresar para poner fin a aquella situación. Alejandro leyó el mensaje y exclamó: “Antipatro es un buen gobernante, pero no conoce a los hombres. No sabe que una sola lágrima de mi madre puede hacerme olvidar todo lo que me dice en esta carta”.