Diferenciamos artistas plásticos de pintores porque este espacio cultural está altamente contaminado por la falta de estructuras de validación de la calidad artística, una que se obtiene al ejercer los paradigmas conjugados de la creatividad y de la estética.
Los artistas no tienen que ser pintores y pintor es, forzosamente, quien pinta sin ser artista.
Esos últimos saturan los mercados. Pululan —hasta con gesto grandilocuente— entre quienes creen que habilidad o técnica es arte. Que ser aceptados por el mercado o algún rico los hace artistas. También por copistas implacables y temerarios falsificadores.
Estos dos grupos son el mayor peligro para el desarrollo cultural basado en la autenticidad; para consolidar un mercado que garantice a los inversionistas, coleccionistas y compradores ocasionales de obras artísticas que adquiren bienes de acreditable valor.
Generalmente se hacen acompañar de “críticos”, “curadores”, “especialistas” y “teóricos” del arte que jamás pisaron un aula universitaria. Algunos pueden embadurnar páginas enteras de periódicos digitiles e impresos, promoviendo supuestos genios e iluminados del arte porque les regalaron unos pesitos o una “obrita”. “Tuercen su brazo” cuando ocupan posiciones culturales públicas: incluyen en las agendas institucionales del “museo” tal, inexistente —en el país sólo hay uno: el de las Casas Reales—, aunque tal nombre designe algunos edificios.
Realidad donde ova el problema mayúsculo: falta de referentes validantes.
Sumemos a los estafadores. Abundantes. Grupo integrado por vendedores y pintores —recordad, gente que pinta, sin ser artistas. “Mueven” obras en maleteros de vehículos, galerías barriales y “prestigiosas”, o mediante “emisarios” salidos del bajo mundo y la pobreza, mensajeros de vacuas “grandes ofertas”.
Agreguemos el pintor todólogo: pinta, es “gestor cultural”, de ferias y eventos; publica revistas y vende “arte” porque, habiendo logrado tan poco con lo suyo, intercambia a los colegas, generalmente verdaderos artistas, obras suyas que valen un bledo. Viven chismeando y buscando “el apoyo” de “colegas”. Es el pintor mendicante: suelta las obras ajenas y las pinturas suyas por cualquier tipo de bien o suma con que enfrentar carencias. Es “el mejor” de los negociantes. Da paja por oro. Un habilidoso “avivato”.
El problema mayúsculo es la falta de un mercadeo de arte gestionado por galerías y representantes realmente profesionales; conocedores de las exigencias del oficio. Que trasciendan la acumulación, lo decorativo y la usura.
Finalmente está el artista que pierde la perspectiva del tamaño de la economía y del mercado en que ejerce: obnubilado en su autoestima, sueña precios que que cierran el mercado completamente. Vender una o dos obras al año —como hacía Iván Tovar—, por una suma considerable, no crea un precio si no hay una estructura financiera detrás, como él la tenía. Pese a tal apoyo, incluso, el valor del arte se decide en otros entornos y de modos diferentes.
Por esto, pese a haber invertido cuantiosísimas sumas y pretender precios colosales, muchos acumuladores de arte pretendidos de coleccionistas no logran internacionalizar el precio local de sus firmas.
Porque, comparado con la medicina, el mercado dominicano de arte lo operan brujos, abundantes.
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