Creí coger al diablo por las barbas Fueron preguntas con olor a pólvora. Olfateaba a mis entrevistados. En ellas superé mis tonterías de ayer. Logré algunas respuestas inolvidables.
Me sentí importante como puente para levantar el ego ajeno. Con ello gané simpatizantes y detractores. Pero mis amigos cubanos eran mis amigos y con una palmada en el hombro no referían sutilezas: Me enseñaron cómo formular indagatorias que valieran la pena.
Me costó trabajo entender el acto de entrevistar. Para mí significaba una acumulación de favores.
Sin embargo, nunca recibí un rastro de impiedad. Tal vez una llamada de gratitud o la altivez de un “falso mesías”.
Mis amigos me enseñaron a preguntar sin dejar evidencias de ignorancia. Debía conocer a fondo a mi entrevistado antes de sentarlo en un banquillo.
Mis inicios rozaron la censura. Tomé partido en un conflicto entre el oficialismo y una película mediocre: Entrevisté a un sabio comunista sobre los lunares de aquel filme lleno de lunares. La publicación no fue aplaudida y el poder me aplastó.
En eso llegó mi escapada hacia la UNEAC donde recibí clases de periodismo –rojo, es cierto, pero periodismo-. Aprendí que las buenas indagatorias carecen de respuestas, y la mejor alocución se logra cuando los entrevistados sacan sus trapos al sol.
Mi maestro en la UNEAC me abrió las puertas de La Nueva Gaceta, periódico mensual que, por orden de Nicolás Guillén, cambiaba el rostro de la aburrida “Gaceta de Cuba” por uno más acorde con los intereses del lector promedio cubano hacia en temas culturales.
Cada mes preparaba una entrevista a un personaje popular: Intentaba rescatar los todavía visibles descalabros de mi asombro frente personajes que llenaron parte de mi educación. Y poco a poco descubrí el secreto de armar una buena interrogante. Un gran actor se molestó porque saqué a la luz detalles íntimos y experiencias suspicaces durante el rodaje de un filme popular. También llevé contra las cuerdas a otro personaje: Lo obligué a confesar el mayor tributo de su vida: Ser fundador de los órganos de la Seguridad del Estado.
Pero aspiraba a más. Uno de esos días sin sol, publiqué un esquema parecido a un monólogo interior. Las confesiones personales del protagonista eran como pequeños fragmentos del “Ulises”, de James Joyce. Fue un modelo de entrevista poco frecuentado. De esa forma encontré una guía para la acción y me me acerqué a la libertad. Comencé a ver el otro lado de mis entrevistados, un lado interior oculto, no adulador, algo capaz de sacar verdades a la luz sin importar el sentir y el decir de preguntas incómodas.
Aquella serie de publicaciones se interrupieron con la muerte de Nicolás Guillén, la cancelación del equipo de Divulgación y el retorno al viejo esquema de la arcaica “Maceta de Cuba”. El oficialismo me consideró un apestado por trascender el pensamiento popular. Algunos de los nuevos dirigentes intentaron consolarme: “Es que la UNEAC es un organismo para intelectuales; aquí no cabe el pueblo, ni sus historias”.
En Santo Domingo, mi madre me entregó un ejemplar impreso de una de aquellas entrevistas. Lo plastifiqué y a cada rato lo muestro a mis amigos, no como maestría de escritura, sino como ejemplo de diseño renovador y fórmula para no repetir el viejo esquema de preguntas y respuestas.
Soy fiel a mis viejas lecciones cuando me detengo frente a un entrevistado y lo miro de frente. Y pienso que algo oculta o calla por temor o conveniencia. Por eso formulo interrogantes al revés, de esas que saben sacar de quicio la memoria ajena y obligan a pactar con el diablo o con el humilde servidor que lleva su grabadora en mano. En un de las tantos encuentros estelares del Listín, asistí a un desayuno con el Premio Nobel de Literatura, José Saramago, en ocasión de su visita al país por la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo. El salón del encuentro estaba repleto de figuras egregias de las letras y la intelectualidad dominicana, junto a los directivos del periódico. Llovían las preguntas y llegó un momento en que los temas obligaban a Saramago a repetirse, con palabras distintas. Ante aquel espectáculo, le lancé al visitante mi mejor pregunta, la que nadie esperaba, la que me presentó como un editor frente a un personaje elogiado, conmovido y atento a las miradas que intentaban una estatua a su figura: El silencio: ese recurso que a veces vale más que mil palabras.
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