Hace semanas me desvelo: Dos cuervos volaron sobre mi cabeza. El episodio ocurrió en los bajos de mi apartamento, frente a los depósitos de residuos sólidos. Las aves portaban su acostumbrada negritud, y antes de escapar, no dejaron de mirarme.
Presentí un aviso fatal, como en esos filmes donde los cuervos entregan un boleto al más alla. Se marcharon y no los he vuelto a ver, pero la extraña aparición no deja de azuzarme. Desde ese día, suceden ciertos desbalances en mis esquemas emotivos, laborales y sociales. Sus ojos no dejaban de mirarme: Anunciaban un desastre cercano. Sin embargo, mi vida posterior ha transcurrido con doble lectura, similar a los aguaceros que inundan las calles de mi barrio.
Amo cada vez más la tierra donde nací como el rey que un día dejó a un lado sus juguetes. Pero el tiempo me trajo a otra realidad: Sesenta años después, dos cuervos volaron frente a mi con algo que decir. A veces, las malas noticias llegan con azúcar. Aquellas aves de mal agüero algo pretendían. Y lo más curioso es que ninguno de mis vecinos pudo advertirlas a pesar de estar pendientes de mi asombro.
Al fondo del Listín crecía un raro bosquecillo lleno de animales exóticos. Desde culebras sonrientes hasta aves realengas. Corría el año 2000 y me deslumbraban las lechuzas, murciélagos y ciguas palmeras que pululaban entre los árboles.
Corrían tiempos de aparente normalidad, y una de mis costumbres preferidas era recorrer el entramado y descubrír, al atardecer, junto al vuelo de pichones, el viaje de esos aparecidos hacia almacenes y rotativas del periódico.
Cuando comenzaron los pasantes del Listín, prefería convocarlos a un recorrido fuera de la redacción. Los departamentos de Atex, Pre prensa, Rotativas, Encuadernación e Impresos Ligeros se integraban a la experiencia juvenil, poco acostumbrada a presenciar la función de un periódico por dentro. El recorrido tenía también otro propósito: Buscar murciélagos escondidos en aquellos falsos techos de placas de zinc y maderos.
Antes de cambiar de dueño, esos mamíferos escapaban de la luz hacia sitios como ese. Muchos hallé en otros escenarios insulares. De noche buscaban alimentos. De día dormitaban. Pero cuando desapareció el bosquecillo aledaño al Listín, los perdí de vista.
El múrciélago enciende temores extraños. Ya bien por el secreto de sus ojos o la extensión de sus alas como recurso vampirezco.
En mis años en la Academia de Béisbol de Guerra, me tope con algunos. Pero, desde el 2000, en los altos techos del Listín, no los encontré. O los cazaron, o huyeron en badandas rumbo a los árboles del cercano Centro Olímpico.
Otra especie listinera fueron los felinos. Varios vigilantes me advirtieron sobre la reciente desaparición de una legión de gatos que llegaron a convivir en el Listín como anzuelos para cazar ratones. Gatos y gatas que se procreaban. Aquella nueva etapa tuvo su esplendor y, durante más de un año, me sumé al bando de los buscadores de desechos comestibles en safacones para saciar la hambruna animal. Eran gatos realengos de todos los colores, igual a los que rondan en los bajos de mi apartamento, donde entran y salen cada noche de un edificio abandonado en busca de apareo. Pero los gatos del Listín portaban un reloj en el estómago. Al mediodía salían en masa de sus extraños escondites hasta ubicarse en la puerta trasera de la cocina. Allí gemían y maullaban con sus ojos saltones. El resto lo puso mi bienaventuranza. Cada día llevaba bandejas con los más variados desperdicios, los cuales eran devorados con prontitud, no sin antes protagonizar peleas por algún que otro trozo de carne. Según algunos, fueron gatos benditos: Acabaron con las plagas de ratas y ratones.
De un tiempo a esta parte aquella legión ha desaparecido, al igual que los famosos lagartos del jardín. Me cuentan que hoy solo quedan dos o tres gatos que solo salen de día en busca de alimentos. Algunos empleados nocturnos han dado cuenta de sus cuerpos, debido a los altos precios de la carne. Varios entrevistados narran la experiencia sin escrúpulos. Se sienten felices, satisfechos y con la frente en alto.
Aquellos realengos, grandes, pequeños y recién nacidos se hacen extrañar. Yo los veneraba porque solo buscaban comida para sobrevivir y multiplicarse. Y, al igual que a los lagartos, los extraño. Daban colorido a la empresa. Nosotros, a veces, también solemos ser igual que ellos.
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