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El dedo en el gatillo – Castillos en el aire
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4 años agoon
Cuba sufrió se anunciada depresión cuando se llenó de “cooperantes” rusos que bebían a destiempo para recordar los crudos inviernos siberianos. Por entonces, mi ropa no ocultaba el afán de un ingenuo pescador, y cada tarde mi ilusión podía más que la realidad. Casi siempre regresaba a casa, tarde en la noche, con las manos vacías.
En aquella rara adolescencia el barrio Luyanó fue mi paradigma. Allí vi partir a dos vecinos cercanos. De un lado, el doctor Justiniani, mentor de una reducida academia en la sala de su hogar, donde mal ganaba la vida dando clases a siete u ocho niños. Por el otro, la esposa de un ricachón escapado a Miami, esperaba sus papeles para salir de Cuba con su pequeño hijo nerd.
Con la partida de ambos, las inmediaciones de mi casa se llenaron de pudor: Personajes extraños llegaban de aquí o allá, a la espera del milagro. En una de esas mudanzas conocí a un vecino peculiar. El hombre se dio a la bebida en tiempos de ley seca. Un día descubrió el sabor del alcohol y, al igual que los cooperantes rusos, vació la farmacia del barrio donde se comercializaba el líquido descongestionante.
También se bebía alcohol puro y simple. Los abarrotes llegaban por barriles al comercio popular. Los hijos de Moscú podían adquirir galones por precios irrisorios. Pero mi vecino tenía que romper su quebranto para adquirirlo. Cada noche al verme pasar con mi cara de pescador frustrado solo atinaba a regalarme su bostezo sentado en una silla de madera carcomida. Seis meses después, lo vi dentro de un ataúd.
Al nacer mis primos, tío Pancho salía a la lejana campiña en busca de víveres y carnes para sus infantes.
¿Juguetes? Pelotas de cartón, palos de escobas, envoltorios como guates y muchas canicas, caretas chapuceras y azúcar envuelta en paqueticos de caramelos gozaban de racionamiento. Las piñatas cumpleañeras se llenaban de mentas saltarinas, papeles recortados y trozos de crayolas. Otro entretenimiento era la cría de peces de colores dispuestos a sobrevivir en improvisados estanques llenos de agua contaminada.
Éramos peones de un tablero de ajedrez donde dos grandes maestros batallaban por derrotar al rey contrario. Al final, ni vencedor, ni vencido: dudosos empates minimizaban el juego, y de nuevo a comenzar.
Con estos relatos, no hago culto a la nostalgia. Tampoco siento odio ni rencor al cruzar la zona donde realidad y ficción comulgan en una misma iglesia.
Tuve dos momentos cambiantes. Primero, descubrí mi falta de fe al conocer al pri´ncipe Myshkin, revivido por Fiodor Dostoievsky en “El idiota”. Fue la respuesta de su autor sobre la existencia ante la imposibilidad de alcanzar otra vida. No por casualidad Myshkin era un ave rara en un mundo donde la aristocracia exhibía signos decadentes. El personaje, enfermo, pasó su infancia recluido en la casa rural de un filántropo. La inesperada herencia de un familiar remoto y desconocido lo obliga a viajar a la ciudad para recibirla. Allí conoce la historia de un condenado al patíbulo que pudo explicarle el valor de la humildad.
No puedo olvidar el libro. Descubrí la manía de creer que cualquier realidad puede ser propia por una sola recompensa final: la muerte. La sensacio´n de ser duen~os absolutos de un tiempo de vida no todos pueden verla. Se actu´a como si hubiera una segunda oportunidad, cuando por el contrario, esta vida es lo u´nico disponible.
El segundo pertenece al cantautor argentino Alberto Cortez a quien conocí en La Habana, en el despacho de Nicolás Guillén. Le pregunté por la sobrevivencia dentro de un mundo bipolar y su respuesta, irónica, aludió al sentido de culpa por no tomar la vida en broma. Años después, Cortez y yo cenamos en un restaurante de Santo Domingo, y entre chistes y recuerdos, se rió a carcajadas al conocer mi tema favorito: “Castillos en el aire”. Su música, un reagtime con el piano como protagonista, y detrás el bajo y la batería tocada con escobillas servía de complemento a una letra llena de metáforas.
Su risa me recordó el alcoholizado anhelo de los rusos; la ingenuidad del bostezo del vecino, las ausencias del profesor Justiniani y de la esposa abandonada con su hijo nerd, a mi tío Pancho cargando sacos de comida, y a mi traje de pescador.
Sus versos fueron el recordatorio de mi final:
“Quiso volar igual que las gaviotas, / libre en el aire, por el aire libre / y los demás dijeron, “”¡pobre idiota, / no sabe que volar es imposible!””.
“Mas él alzó sus sueños hacia el cielo / y poco a poco, fue ganando altura / y los demás, quedaron en el suelo/ guardando la cordura.
“Y construyó, castillos en aire / a pleno sol, con nubes de algodón, / en un lugar, adonde nunca nadie / pudo llegar usando la razón.
“Y construyó ventanas fabulosas, / llenas de luz, de magia y de color / y convocó al duende de las cosas / que tiene mucho que ver con el amor.
“En los demás, al verlo tan dichoso, / cundió la alarma, se dictaron normas, / “”No vaya a ser que fuera contagioso…”” / tratar de ser feliz de aquella forma.
“La conclusión, es clara y contundente, / lo condenaron por su chifladura / a convivir de nuevo con la gente, / vestido de cordura.
“Por construir castillos en el aire / a pleno sol, con nubes de algodón / en un lugar, adonde nunca nadie / pudo llegar usando la razón.
“Y por abrir ventanas fabulosas, / llenas de luz, de magia y de color / y convocar al duende de las cosas / que tienen mucho que ver con el amor.
“Acaba aquí la historia del idiota / que por el aire, como el aire libre, / quiso volar igual que las gaviotas…, / pero eso es imposible”.
Somos, como escribió su compatriota Jorge Luis Borges, “Hombres en la esquina rosada”.
Conocí a un vecino peculiar. El hombre se dio a la bebida en tiempos de ley seca. Un día descubrió el sabor del alcohol y, al igual que los cooperantes rusos, vació la farmacia del barrio donde se comercializaba aquel líquido descongestionante.
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