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El análisis del arte, ¿ejercicio objetivo o de la subjetividad?

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Los abordajes de pretensiones analíticas en torno a los resultados de la praxis estética ocupan un lugar destacado en las preocupaciones de las corrientes híbridas de las Ciencias Sociales y la Filosofía que de tal campo hacen el objeto de sus incursiones.

Inicialmente, fueron los filósofos quienes, desde sus distintos sistemas y derivaciones metódicas e instrumentales, abordaron la producción de los artistas para construir un pensamiento en torno a ella, es decir un sistema de criterios afines o congruentes con los rasgos distintivos, esencia y particularidades que históricamente se han verificado en tan “diversas” praxis.

Desde Platón y su alumno Aristóteles se cuenta con los dos puntos de vistas sobre el arte que más han perdurado. No importan las sutilezas que la “expulsión” del arte de la “ciudad ideal” haya adoptado con posterioridad a su planteamiento en el capítulo IX de “La República”, lo firme de sus postulados continua aún como aspecto esencial sobre lo relativo a lo estético: la función ideológica (y pedagógica) del arte: porque en Platón la anagnórisis —es decir la función de reconocimiento de algo desde el representante o “carácter” plasmado en la obra hasta el vasto entorno de la realidad circundante, incluido el social y sus imaginarios— debía operarse y permanecer operante en el corpus de las distintas modalidades discursivas y expresivas de las artes.

Tal criterio funcionalista permanece en la poética Aristóteles, reteniendo su carácter definitorio de los objetos, manifestaciones y expresiones de este campo porque para este estagirita, las artes “enseñan agrando”. El reclamo pedagógico de Platón a las artes fue determinante, para Aristóteles, era uno más ya que este autor amplió la tesitura funcional de lo estético, validando en él lo lúdico, el entretenimiento y el agrado. Si en Platón esa discreta pero esencial diferencia y barrera en el modo de enseñar no existe o no es indicada o está subestimada, en Aristóteles constituye uno de los modos específicos de un resultado artístico que no renuncia a su rol comunicante. En pocas ocasiones —o quizás nunca— esta función comunicacional de las artes ha sido señalada como punto de partida y condición de existencia de los modos de aproximación y modelado del “objeto” de lo artístico ya que el arte no es un producto para quien lo hace sino para los demás a quienes debe “decir” algo y hacerlo de alguna manera. Aunque también le puede entregar algo bello  que debe producir deleite, satisfacción, repudio o admiración —en cualquier dirección— sobre los interlocutores. Como la música o las danzas. O la arquitectura… Las artes literarias son densamente comunicacionales por sus fundamentos narrativos, desde el teatro a la poesía.

Estamos señalando que, desde la antigüedad, el análisis de las producciones artísticas partía de un conjunto de presupuestos en torno a los objetos socialmente producidos como arte que estos debían satisfacer. Del arte, entonces, siempre se ha esperado algo específico, que satisfaga tales “demandas” de los filósofos que, debe decirse, no eran más que sistematizaciones de los juicios y paradigmas dispersos en la tradición oral y entre los propios artistas, públicos, políticos e intelectuales de la época. Esta Filosofía del arte debe considerarse un consenso social y sólo porque lo era fue admitido y logró la relevancia, proyección, vigencia y duración histórica que se les reconocen, incidiendo incluso en los sistemas de pensamiento sobre las artes de hoy y adquiriendo dimensión de convencionalismo, lo cual no es más que el acuerdo social sobre lo que el arte es, sus fronteras, características y territorialidades.

De tal modo, existe un pensamiento sobre las artes que ha determinado cómo se aprecia y valoran estas producciones sociales. Qué es o puede ser propio de sus ámbitos y qué no. Este, como todo lo social, ha sufrido numerosas transformaciones, sin haber alterado ese carácter comunicacional de las artes que le es básico, aunque haya oscilado, como desde sus inicios, entre el reclamo directo y terminante y la permisividad de la imaginación. Y permitido que germinen discursos donde la anagnórisis es posible y determinante. También, otros, donde lo lúdico, el divertimento, la inventiva y las indagatorias intra-disciplinares —otros modos de saber, por ejemplo, sobre las materias y las opciones—, propician enfoques renovados que, como ilustra la Historia del arte, han contribuido significativamente a la revitalización progresiva de las artes desde la modernidad.

La tarea de pensar el arte para proponer paradigmas y supuestos en torno a sus praxis colectivas, históricas o individuales, previamente monopolizada por los filósofos y estetas, pasó a ser dominio exclusivo de los propios hacedores de arte. La mayoría de teóricos al respecto cifran el inicio de esta tendencia en las vanguardias de finales del siglo XIX y principios del XX, por la densa producción de teorías y manifiestos y por el re acercamiento de las artes a las ciencias, en este caso la Óptica. Sin embargo, esto empezó en el Renacimiento, como doctrina sobre la renovación formal de la pintura, la escultura y la literatura (desde el Dolce Stil Novo), humanizando la expresión poética mediante la eliminación de ella de la trova caballeresca, a favor de la ternura agradecida hacia la mujer, la bondad, el placer de la vida y la creación. Sentimientos carentes del tono bullicioso del paganismo que también inauguran el sentido de lo íntimo que encontramos en Guido Cavalcanti y Dante Alighieri quienes, por demás, robustecen el rol comunicativo de la literatura al expresarse en lengua vernácula. Estos acercamientos al realismo, es decir al hecho de expresar la vida que transcurría alrededor de los artistas, robusteció con la no declarada teoría anatomista que de Masaccio pasó a Donatello y, desde este, a Leonardo Da Vinci, fortalecida por otros vínculos: ciencia y arte, es decir arte y conocimiento, base de la relación belleza-verdad sustentadas por los griegos, ya que estos “nuevos” artistas participaban en las disecciones cadavéricas llevadas a cabo entonces en las universidades italianas, establecendo también una continuidad tríadica entre arquitectura, pintura y geometría. Ese realismo también nutrió la expresión del amor cortesano y redefinió la percepción de la mujer-madre-santa con la hipérbole humanista que marcó la obra de sus exponentes posteriores, Rafael Sancio y Michelangelo Buonarroti, sus seguidores y posteriores. El enriquecimiento de la expresión y su actualidad a sus tiempos recibía la incidencia de aquel clima ideológico y de tolerancia basado en la declaratoria y legitimización del derecho al disfrute de la creación y del cuerpo como dones paradisíacos y regalos divinos que se habían generalizado desde que en 1265 fueran despachados desde la “Liber de Veritate Catholicae Fidei contra errores infidelium” o “Suma teológica” (circa 1265), por Santo Tomás de Aquino y en cuyo “Tratado de la creación o producción de todos los seres por Dios”, el autor otorgó calidad de descendientes divinos a toda la naturaleza y constituyó a Dios en el modelo objetivo de toda la creación al decir: “…todas las criaturas intentan alcanzar su perfección que consiste en asemejarse a la perfección y bondad divinas. Por tanto, la bondad divina es el fin de todas las cosas”, de modo que de aquel “A su imagen y semejanza” del Génesis hace la meta religiosa del católico. La generalización de este credo, bajado como “línea” político-filosófica a los clérigos y católicos de la época, permitió que las pinturas renacentistas construyeran un carácter o representante que “encarna” visualmente esa dignidad del hombre, en tanto “perfeccionado” por su credo y la conducta de él derivada, mediante un humanismo que resultó de “heroizar” la figura, embelleciéndola, dinamizándola, potenciándola y rejuveneciéndolas. De modo que un acto filosófico, ahora de función religiosa, permitía re-crear las expresiones artísticas, acogiendo los paradigmas grecolatinos de heroicidad, belleza y aristós, cuya sumatoria ilustraba la idea de perfección que la iglesia desde dos siglos antes remitía exclusivamente a Dios.

Para juzgar las obras del Renacimiento, entonces, hay que reconstruir, primero, su espacio conceptual generatriz —cultural y disciplinar— y sólo en la perspectiva funcional, el que contribuyen a generar o generan a posteriori.

Recurrimos al ejemplo del Renacimiento por ser ampliamente conocido y permitir explicar mejor el tema de este escrito.

De tal manera, la opinión que sobre el Renacimiento se pueda verter, al igual que la de cualquier artista actual, no es, en lo absoluto, subjetiva. A menos si se desea un abordaje metódico de validez científica en vez de otro basado en supuestos no verificados u opiniones no sistematizadas.

Sin embargo, dado que todo producto artístico, como praxis social, parte de —y se genera a partir de— determinados factores predisponentes, propios del sistema socio cultural o de las praxis particulares de las artes, en momentos históricos específicos otros postulados en ciernes, discrepantes o disruptivos, se formarán frente a ellos como alternativa suplementaria en alguna dirección sólo previsible desde el punto de vista de las otras ideas y realidades que están teniendo lugar en torno a los artistas e intelectuales, haciendo posible la renovación de los discursos. Este proceso es mucho más evidente y activo a partir de la modernidad, por el peso que en esta adquieren el individualismo y —a partir de 1789—  los derechos del hombre, especialmente el relativo a la libre expresión y difusión del pensamiento, un derecho abiertamente comunicacional que favorece a las artes.

El surgimiento de las renovaciones artísticas europeos ocurridas a partir de 1848 es impensable sin el clima cultural creado por la amplia difusión de los derechos humanos, del liberalismo como doctrina filosófico-económica, del idealismo objetivo de Hegel y la enajenación de los artistas de las cortes reales —en extinción— a la vez que de los medios de producción y de las relaciones burguesas dominantes en expansión.

Claro está, sin embargo, que desde entonces y como nunca antes en la Historia adquiere validez de axioma la expresión “Cada cabeza es un mundo”. A todos asiste, entonces, el derecho a percibir los resultados del arte desde sus gradas gnoseológicas, culturales, ideológicas, económicas, disciplinares, sociales o “medalaganarias”. Pero tales lecturas no se precian de metódicamente válidas sino exclusivamente personales y ocurren amparadas en la relatividad comunicacional de los lenguajes, según lo cual, en el plano individual, el significado de algo depende de la experiencia propia y del nivel de lengua, lenguaje y cultura (incluyendo educación) del receptor o lector. Y, además, porque si existe un dominio en el cual  la gente reclama el derecho al gusto, es en el arte. Lo que ha quedado lapidariamente establecido en la frase “para el gusto se hicieron los colores”, algo funcional para el mercado de arte ejercido al margen de criterios cualitativos y renovadores.

La lectura o apreciación individual del arte desde los postulados del gusto individual no es técnica ni metódicamente validada más allá del mercado y lo personal o íntimo. Y, también, económicamente. Sin importar la opinión de especialistas, grupos de personas con dinero pueden cotizar la producción de determinados productores. Y como son ellos quienes pagan, nadie tiene derecho a contravenirlos. Sin embargo, ante los altos precios alcanzados por obras de determinados artistas, ejecutivos de las propias casas subastadoras advierten que no todas las obras que venden allí son “masterpieces”. Una cosa es lo que ocurre en estos centros del mercado de alto perfil y otra, muy distinta, la que se verifica en los museos de arte que, como salvaguarda económica, pueden participar en un coleccionismo de tales piezas no “masterpieces” sin que esa sea su función ni preferencia.

Opinar, pues, con pretendida virtud valorativa, sobre las artes y sus resultados es un oficio bien objetivo por sus exigencias metódicas. La calidad referencial y el arsenal metodológico científico de estos abordajes permiten diferenciar al especialista formado de los “hacedores de palabras”, según el término Robert Nozik.

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